Cuando la Contraloría ordena el secuestro de cuentas, cuando el Ministerio Público empieza a revisar depósitos que no encajan con ningún salario conocido o cuando un funcionario no logra explicar cómo dio un salto patrimonial en poco tiempo, casi siempre aparece el mismo delito: enriquecimiento injustificado, no ilícito.
Aunque ambos términos suelen usarse como sinónimos, en Panamá el concepto jurídico correcto es el primero, tal como lo establece la Ley 59 de 1999, que regula esta conducta tanto en el ámbito administrativo como penal.

En los últimos meses, esta figura se ha vuelto especialmente visible en investigaciones contra exfuncionarios que manejaron fondos públicos durante el quinquenio pasado. Y aunque aparece con frecuencia en titulares y expedientes, sigue siendo una de las menos comprendidas fuera de los tribunales. El patrón es sencillo: un servidor público incurre en enriquecimiento injustificado cuando su patrimonio, o el de terceros, crece sin que pueda demostrar que ese aumento proviene de ingresos lícitos. No hace falta probar un acto puntual de corrupción. Basta con que las cuentas no cuadren.

Por eso aparece una y otra vez en las investigaciones. Es mucho más fácil demostrar que existe una desproporción entre lo que alguien gana y lo que posee que reconstruir todo el camino de un posible desvío de fondos, con contratos, intermediarios y decisiones administrativas de por medio. Aquí ocurre algo clave: no es el Estado el que tiene que probar de dónde salió el dinero, sino el funcionario el que debe explicarlo. Si no puede, se activa una ruta que puede incluir congelamiento de cuentas, secuestro de propiedades, peritajes financieros y otras medidas cautelares.
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Los últimos casos: Brands, Meneses, Carrizo...
Ese engranaje empezó a moverse con fuerza en los últimos meses contra personas que ocuparon cargos de alta jerarquía durante el gobierno de Laurentino Cortizo (2019-2024). Uno de los casos más recientes es el de Héctor Brands, exdiputado y exdirector del Instituto Panameño de Deportes (Pandeportes), quien permanece detenido mientras se le investiga por presunto enriquecimiento injustificado y blanqueo de capitales, luego de que las autoridades detectaran movimientos financieros que, según la investigación, exceden ampliamente su capacidad económica.

Un patrón similar aparece en el caso de Bernardo Meneses, exdirector del Instituto para la Formación y el Aprovechamiento de Recursos Humanos (Ifarhu), procesado por supuesto enriquecimiento injustificado, peculado y blanqueo. El expediente involucra a 22 personas y gira en torno al manejo de los auxilios económicos otorgados desde esa institución.

La Contraloría también abrió un expediente administrativo por presunto enriquecimiento injustificado contra José Gabriel Carrizo, exvicepresidente de la República. En octubre de este año ordenó el secuestro de cuentas bancarias, vehículos y bienes inmuebles como parte de la investigación. A nivel municipal, el exalcalde de San Miguelito, Héctor Valdés Carrasquilla, enfrenta una medida similar por inconsistencias detectadas en los ingresos recaudados por la comuna.
El peso de la declaración de estado patrimonial
Pero el problema no comienza cuando se congelan las cuentas. Para entonces, el daño ya está hecho. Empieza mucho antes. La Ley 59 de 1999 obliga a los funcionarios públicos a presentar una declaración jurada de estado patrimonial antes de asumir el cargo y otra al finalizar su gestión. Ese documento debe reposar en la Contraloría General de la República y, sobre el papel, debería permitir comparar el patrimonio de entrada con el de salida y detectar incrementos injustificados a tiempo.
En la práctica, ese control casi no funciona. Las declaraciones no son de acceso público, lo que impide que la ciudadanía, los medios o la sociedad civil puedan fiscalizar o contrastar la información. Todo queda concentrado en una sola institución y su revisión depende de que la Contraloría decida, o no, activar una auditoría. La norma existe, pero opera más como un requisito formal que como una herramienta real de prevención.
El contador público tributario y consultor fiscal, Osvaldo Lau, escribió lo siguiente sobre el tema: “revuelvo la mirada y a veces siento espanto por el poco interés que le hemos dado a la declaración patrimonial de que trata la ley 59/1999 y demás normas concordantes”.
El papel de la Contraloría
A ese problema se suma otro igual de decisivo: la dependencia casi total de la Contraloría para que una investigación penal pueda siquiera arrancar. Así lo advierte el abogado y diputado de la bancada Seguimos, Ernesto Cedeño, quien señala que, conforme a la Ley 59, el Ministerio Público prácticamente no puede pedir la imputación de cargos por enriquecimiento injustificado sin que antes exista una auditoría que determine hallazgos.
“Si la Contraloría se demora o no actúa, no hay forma de que el Ministerio Público inicie una investigación, aunque el funcionario exhiba una vida ostentosa”, explica Cedeño. Esa limitación alcanza incluso a los exfuncionarios, quienes siguen sujetos a este tipo de investigaciones hasta un año después de dejar el cargo. El procedimiento es rígido: primero la auditoría, luego el informe y solo entonces la vía penal.

Para Cedeño, ese esquema se ha convertido en un cuello de botella institucional. Por eso, el procurador general, Luis Carlos Gómez, presentó un paquete de proyectos de ley anticorrupción que buscaban, entre otras cosas, permitir que las investigaciones también pudieran iniciarse a partir de auditorías internas u otros elementos de convicción del fiscal, sin depender exclusivamente de la Contraloría. El desenlace no sorprendió: las iniciativas fueron rechazadas en la Comisión de Gobierno, presidida por el diputado oficialista Luis Eduardo Camacho.

El diputado también cuestiona lo que describe como una aplicación selectiva de las auditorías. Recuerda que solicitó investigar la distribución de $403 millones durante el quinquenio 2009-2014, pero la auditoría nunca se realizó. Existen, señala, fallos de la Corte Suprema de Justicia que avalan que la Contraloría audite a diputados en funciones y, si encuentra hallazgos, remita el caso a la instancia correspondiente. “El marco legal y la jurisprudencia existen. Lo que falta es voluntad”, resume.
En términos técnicos, estos casos suelen seguir un mismo camino: se revisa la declaración jurada de bienes, se cruzan salarios con propiedades, cuentas bancarias, préstamos, compras y movimientos financieros inusuales. La Unidad de Análisis Financiero puede intervenir si hay indicios de blanqueo. Si el origen del dinero se justifica, el expediente se archiva. Si no, el caso entra en fase penal.

La ley también contempla que el enriquecimiento injustificado pueda beneficiar a terceros: familiares, sociedades o personas que administren bienes del funcionario. Ese matiz ha sido clave en investigaciones recientes, donde el patrimonio no siempre aparece a nombre del investigado, sino repartido en estructuras societarias o cuentas de allegados. En el caso de Héctor Brands, por ejemplo, el Ministerio Público investiga también a varios familiares y personas cercanas.
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