La Constitución Nacional de febrero de 1904 establecía elecciones presidenciales cada cuatro años, y municipales, legislativas y para designados cada dos, de manera que la política se convirtió en una máquina imparable, perfectamente aceitada para funcionar sin interrupciones. Fue la única gran industria de las primeras décadas de la república “de la cual los afiliados… esperan recibir provechos personales como si se tratara de un negocio lucrativo”. Nadie era indiferente a la política, porque la misma movía el país. Incluso, hasta a los más alejados caseríos llegaban los políticos en busca de votos, portadores de dinero y cargados de promesas para conquistar voluntades. Para muchos de ellos, el ejercicio de la política no estaba relacionado con el logro del bien común, sino que se imaginaba como un trampolín para adquirir fortuna, obtener privilegios y convertirse en personajes de cierta relevancia. La política fue sin duda, una feria de vanidades, de personalismos, que se entretejían con la capacidad de hacer favores para poderlos cobrar oportunamente. Manipulación, clientelismo y enriquecimiento parecían ser los aceleradores de la política criolla por aquellos años. En 1916, Belisario Porras indicó que en las instituciones predominaban “el favor y la adhesión” y que las agrupaciones políticas buscaban “adueñarse del poder”.
Cuatro años antes, en la primera toma de posesión de Porras, Guillermo Andreve pronunció un discurso en el que, con aparente sinceridad y candidez, profetizó el inicio de una nueva era que pondría fin a la “República paternal” imperante hasta entonces, que se había caracterizado por el consabido “derroche de fondos nacionales … herencia funesta de la raza… crimen de lesa patria”. Señaló que culminaba casi una década durante la cual habían prevalecido las “relaciones de familia, los entronques de amistad y preocupaciones sociales”, en detrimento de los méritos, derechos y cualidades de “laboriosidad y de honradez en el desempeño de los puestos públicos”. Pero Andreve se equivocaba. Desconozco si el nuevo gobierno intentó cambiar esas prácticas, pero lo cierto es que la fuerza de la costumbre y las presiones sociales y económicas impidieron que naciera una nueva república, fundada sobre las bases sólidas de la capacidad y el mérito. Lo que sí me consta, por el contrario, es que se consolidó el paternalismo, el clientelismo, la vieja práctica de nombrar mediocridades para los puestos públicos, surgidas de los compromisos políticos y personales e incluso se adoptó la costumbre de descontarle el 5% a los exiguos salarios de la incompetente burocracia estatal. Un periódico local se refería al “liberalismo criollo” en términos peyorativos, porque “produciría carcajadas en otros países serios… ese liberalismo de Carnaval” que había inaugurado una “era de bandalaje”.
En estas circunstancias, el Estado quedó en manos de un pequeño grupo oligárquico de conducta zigzagueante, en extremo dependiente de Estados Unidos, con un gran sentido de la oportunidad , marcadamente pragmático, fuertemente manipulador, carente de ideología y hasta de un programa coherente de gobierno. La imagen de un Estado constructor de grandes obras materiales visibles, tangibles e imperecederas, que le imprimía un barniz de modernidad y respetabilidad a la república, figuró en la agenda de varios mandatarios, aunque para ello fuera necesario introducir economías en los programas de educación y de salud. También la idea de obtener ventajas comerciales de la Zona del Canal, endulzó a muchos otros, tentados por los enormes beneficios personales que se derivaban del enclave canalero. Sin embargo, cuando los favores eran retaceados, o cuando el grifo de dólares se cerraba en la Zona del Canal -como decía Galileo Solís-, entonces los gobiernos de turno ventilaban la figura de una pequeña y pobre república, débil e indefensa, víctima de una gran potencia.
La autora es historiadora. Editor Ricardo López Arias