La modernidad política que proponía el liberalismo de principios del siglo XX, formulaba la construcción de un sistema democrático, republicano y presidencialista, que se sustentaba en el respeto a la división de los poderes del Estado, así como en la representatividad, el voto secreto y universal, las elecciones libres y puras, la igualdad jurídica y las libertades individuales. Era un sistema ideal y utópico para una América Latina que aún transitaba por los senderos del caudillismo. Es más, las mismas élites urbanas sospecharon, en el primer momento, de la viabilidad de un proyecto que ponía a votar a los analfabetas y a los pobres, aunque más adelante cayeron en cuenta que este tipo de ciudadano era el que más le convenía a la república oligárquica pues, ignorante de sus derechos y deberes, era el candidato perfecto para convertirse en un cliente político. Me inclino a pensar que muy pocos estaban sinceramente convencidos de que la aplicación a rajatabla del sistema democrático, era lo que le convenía a la República de Panamá. Sea como fuere, lo cierto es que se trataba de un escenario confuso, plagado de contradicciones.
Por una parte, debemos tener en cuenta que, con la perspectiva de las castas de color votando sin restricciones, las élites temían caer nuevamente en poder del arrabal, como había ocurrido durante el Estado Federal. Otro aspecto a destacar era que, en el apogeo del capitalismo industrial, con el canal construyéndose y la esperanza de obtener inmensas ganancias, los grupos hegemónicos necesitaban controlar el poder político mediante la construcción de votantes dóciles, manipulables y baratos. De manera que ni pobres ni ricos estaban preparados para la democracia. Siguiendo a Octavio Paz, al referirse a las estructuras políticas de México y, en general, a las de América Latina: “la dignidad de la política deja de ser el arte de ganar o conservar el poder y se transforma en el juego donde se juega el porvenir de los hombres”. Todo parece indicar que el corpus legal no se concibió para ser cumplido sino, por el contrario, para permitir una cierta flexibilidad, lo que determinó que “la distancia norma-praxis fuera insalvable”.
La construcción de la democracia representativa en Panamá y en Latinoamérica fue limitada y no llegó más allá de la alternabilidad en el poder de los diversos grupos oligárquicos y sus amanuenses. Se trató del ejercicio autoritario de unos pocos, que no logró superar los personalismos, máxime cuando la figura del caudillo o del gamonal continuó siendo importante en este engranaje, pues era quien garantizaba los votos. De esta manera, se instauró la república de la oligarquía, fronteriza con la ilegitimidad, tapizada de elecciones fraudulentas, de políticos ímprobos, de una mayoría de ciudadanos- clientes, con Ejecutivos arbitrarios que subyugaban a los restantes poderes del Estado y desvirtuaban el sistema, mientras convertían a la democracia en una “autocracia” que actuaba “bajo los ropajes vistosos del republicanismo”. Es indiscutible que también hubo políticos probos y votantes responsables y honestos, pero lo cierto es que, en el balance de estas primeras décadas republicanas, se destacaron los escándalos y el mal proceder. Los diferentes gobiernos que se alternaban en la Presidencia representaban los intereses de las minorías privilegiadas, de suerte que las campañas electorales se limitaban a ser contiendas entre los grupos hegemónicos que aspiraban a conquistar el poder.
La autora es historiadora. El editor es Ricardo López Arias