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RAíCES

El miedo a la democracia IV

Recién al despuntar la década del 20, con la llegada de las ideas socialistas, anarquistas y comunistas, así como con el despegue del ruralismo, se comenzó lentamente a derrumbar el paradigma simbiótico de la república-canal, así como el imaginario de las élites de que, algún día, Panamá sería anexado a Estados Unidos. Según Ricardo J. Alfaro, la presencia estadounidense y la idea de la anexión fomentaron la corrupción entre la clase política, “con el impúdico pretexto de que si este país ha de convertirse en colonia y si los yankees han de usurpárselo todo, es mejor que lo aprovechemos los istmeños, con mejor derecho”.

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Otra característica de la política criolla era que estaba exenta de lealtad. Como la lealtad era personal y estaba relacionada con el cargo ocupado, los seguidores servían fielmente al personaje mientras ocupaba un puesto público, pero una vez que caía en desgracia, lo abandonaban y se recomenzaba el ciclo de servir, obedecer y endiosar al sustituto “con una casi total ausencia de escrúpulos, hasta que llega el momento de abandonarlo para hacer lo mismo con otro”.

El ideal de gozar de gobiernos eficientes e íntegros parecía difícil de alcanzar sin un electorado consciente y educado que valorara y defendiera su voto, con el mismo ardor con que los políticos defendían sus curules. Los personalismos condujeron también a que “el enemigo político se convierte en un enemigo personal”, con la consiguiente carga de amenazas, improperios, descalificaciones, calumnias e injurias, hasta que una nueva coyuntura lo unía bajo la misma tolda política en contra de un rival común. Entonces, los viejos “enemigos” se convertían en los mejores amigos, sin rencores y sin pasado. Víctor Florencio Goytía lo definió magistralmente: “El poder es a manera de botín disputado entre un grupo de politicastros, el cual se reparten a su antojo los victoriosos. Desde el advenimiento de la República existe esa disputa y, con raras excepciones, son los mismos personajes los que periódicamente aparecen en el escenario político. Unas veces diciéndose todo tipo de insultos y otras confundiéndose en un abrazo de amor y olvidando los enconos y las injurias anteriores”.

En Elementos de Instrucción Cívica en 1923, se advertía que: “La ingerencia de los gobernantes en las elecciones es condenable y peligrosa. Las promesas de empleos para los que ofrezcan su voto y las amenazas de desemplear a los que no lo ofrezcan, puede seguramente hacer triunfar a determinado ciudadano, pero entonces la opinión popular no es franca y el gobierno descansa sobre base engañosa que puede desmoronarse de repente …Nada más peligroso que las candidaturas oficiales, porque abaten y corrompen el carácter nacional”. Es probable que los estudiantes, destinatarios de esta enseñanza no alcanzaran a comprenderla, porque lo que observaban a diario, lo que practicaban sus mayores y lo que imperaba en la sociedad, era radicalmente opuesto. La degradación política a través de la compra –venta de votos era una práctica habitual, un modus operandi, un modo de vida y de sobrevivencia, con un par de claras ventajas para una sociedad donde la integridad carecía mayormente de valor. En primer lugar, le garantizaba al votante un empleo público y el sustento para su familia por los siguientes cuatro años y, en segundo término, le daba la oportunidad de convertirse en “amigo político” y protegido de algún candidato, de cuya amistad podía alardear en la cantina del barrio o ante su familia. Este tipo de prácticas creó una huella de degradación muy profunda entre el funcionariado público, porque desde el político más encumbrado hasta el más humilde buscaban “conquistar una posición a costa del honor, de la nobleza y de la dignidad”. (Luis E. González, Sociedad Minerva, año I, Nº 4, noviembre 1926). En época de elecciones se ofrecían puestos públicos “a diestra y siniestra a fin de conseguir votos”. Estas promesas lograban comprometer no solo al interesado, sino a toda su familia, y era una forma eficaz de ir “habituando al pueblo a la empleomanía, de tal suerte que ya no se piensa en otra cosa para vivir”.

La autora es historiadora. Editor Ricardo López Arias


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